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Hace poco escribí: «Ignorar la Tradición al interpretar las Escrituras no es tener una visión elevada de la Biblia; es tener una visión elevada de uno mismo». Alguien resopló: «¡Si Martín Lutero pensara así, no habríamos tenido la Reforma!». Tuve que reírme. Está claro que no ha leído mucho a Lutero.

El Mito protestante

Con frecuencia me encuentro con esta mentalidad. La Reforma es vista como el abandono de la Iglesia y su Tradición en favor de la sola Scritura. Se piensa que Sola Scriptura significa «ningún credo sino la Biblia». No se confía en nadie anterior a Lutero. Los padres de la iglesia son vistos como proto-católicos romanos. Es como si no hubiera una verdadera Iglesia antes de 1517.

De donde sea que venga esta mentalidad, ciertamente no es de los reformadores protestantes. Pretenderlo así es tergiversar la tradición protestante. En realidad,

los reformadores no intentaban volver a la Escritura en lugar de la Tradición; intentaban recuperar la verdadera Tradición: el consenso de fe y práctica de la Iglesia, del que el Catolicismo Romano se había apartado.

Esto es evidente en la Confesión de Augsburgo de 1530, uno de los documentos más importantes de la Reforma Protestante y la principal confesión luterana hasta nuestros días. En el prefacio se declara la intención de que los desacuerdos «puedan ser armonizados y devueltos a la única y simple verdad y a la concordia cristiana». Casi todos los artículos hacen referencia a los Credos, a «los testimonios de los Padres» (especialmente Agustín y Ambrosio), o al «ejemplo de la Iglesia», insistiendo en que los protestantes toman sus puntos de vista «de las Escrituras y de los Padres», mientras que Roma había permitido que nuevas creencias y prácticas se colaran y corrompieran la Iglesia.

Recibir la fe de la Iglesia

Es significativo que la primera frase del primer Artículo de la Confesión de Augsburgo sea una afirmación del Credo de Nicea: «Nuestras Iglesias, de común acuerdo, enseñan que el decreto del Concilio de Nicea sobre la Unidad de la Esencia Divina y sobre las Tres Personas, es verdadero y debe ser creído sin ninguna duda». El Artículo III continúa extrayendo su lenguaje del Concilio de Calcedonia, y concluye con una afirmación del regreso de Cristo «según el Credo de los Apóstoles».

Los protestantes no dejaron de lado la Tradición para construir una doctrina de Dios y de Cristo a partir de cero; recibieron la fe de la Iglesia tal y como se articula en los credos ecuménicos (Apóstoles, Niceno, Atanasio), ya que «pueden ser probados por las garantías más seguras de la Sagrada Escritura» (Artículos de Religión, Artículo VIII; cf. Confesión Belga, Artículo 9). Los protestantes instaron a la recepción exhaustiva de los Credos, que representan siglos de reflexión teológica de la Iglesia sobre las Escrituras. Desgraciadamente, los protestantes contemporáneos tienen la peligrosa costumbre de inventar declaraciones de fe sin apoyarse en lo que Thomas Oden llamó «la clásica enseñanza ecuménica consensuada». Como resultado, estas declaraciones tienden a ser tan claras y profundas como un charco de barro.

Mantener la verdadera tradición

Consideremos la doctrina central protestante de la justificación por la fe. Cuando el Artículo VI de la Confesión de Augsburgo enseña que la fe produce obras, pero que estas obras no merecen la justificación, cita la Escritura (Lc. 17:10); sin embargo, se apresura a señalar: «Lo mismo enseñan también los Padres. Pues Ambrosio dice: Está ordenado por Dios que el que cree en Cristo se salva, recibiendo gratuitamente la remisión de los pecados, sin obras, por la sola fe.» Los protestantes no veían la sola fide como una vuelta a la Escritura en lugar de a la Tradición, sino como una vuelta a la verdadera Tradición: lo que la Iglesia siempre había creído sobre la salvación a partir de la Escritura.

El artículo XVIII también cita la Escritura para defender la enseñanza protestante sobre la voluntad (1 Cor. 2:14), y luego recurre a los padres, citando un largo pasaje (más de 150 palabras) de Agustín: «Estas cosas las dice Agustín con otras tantas palabras». Cuando se vuelve a citar a Agustín en el artículo XXVII, la Confesión señala que «su autoridad no debe estimarse a la ligera, aunque otros hombres hayan pensado después lo contrario.» La Iglesia y sus padres pueden equivocarse, y ningún padre de la Iglesia acertó en todo; sin embargo, la verdad de la Escritura se mantiene fielmente y se articula cuidadosamente en la Tradición de la Iglesia. Desecharla sería insensato, arrogante y deshonroso para el Espíritu que Cristo envió para guiar a su Iglesia a toda la verdad (Jn. 16:13).

La Iglesia y sus padres pueden equivocarse, y ningún padre de la Iglesia acertó en todo; sin embargo, la verdad de la Escritura se mantiene fielmente y se articula cuidadosamente en la Tradición de la Iglesia.

El artículo XX explica además que los maestros protestantes no hacían más que recuperar la enseñanza descuidada de la Iglesia sobre la fe: «Para que nadie diga astutamente que hemos ideado una nueva interpretación de Pablo, todo este asunto está respaldado por los testimonios de los Padres. Pues Agustín, en muchos volúmenes, defiende la gracia y la justicia de la fe, frente a los méritos de las obras. Y Ambrosio, en su De Vocatione Gentium, y en otros lugares, enseña lo mismo». El artículo continúa citando a Agustín y a Ambrosio por segunda vez. Los Reformadores citaron a los Padres libremente, frecuentemente y fielmente, como aquellos que abrazaban y continuaban su Tradición. Se veían a sí mismos como volviendo a la interpretación consensuada de los Padres de la Escritura, no como desechando la Tradición en favor de un biblicismo simplista.

Los reformadores citaron a los Padres libre, frecuente y fielmente, como aquellos que abrazaban y continuaban su Tradición.

El Artículo XXI concluye la sección doctrinal principal de la Confesión con esta declaración: «Se trata de la Suma de nuestra Doctrina, en la cual, como puede verse, no hay nada que varíe de las Escrituras, o de la Iglesia Católica, o de la Iglesia de Roma como se conoce por sus escritores«. Los protestantes se veían a sí mismos como los verdaderos católicos: los que defendían la fe entregada a la Iglesia y transmitida a través de los siglos (Judas 1:3), aunque oscurecida por la entonces reciente negligencia y corrupción de la Iglesia Católica Romana.

Corrigiendo los abusos

Los artículos XXII-XXVIII pasan a tratar los abusos específicos que los protestantes han corregido. Esta sección se introduce con una clara declaración de que «nuestras iglesias no disienten en ningún artículo de la fe de la Iglesia Católica, sino que sólo omiten algunos abusos que son nuevos, y que han sido erróneamente aceptados por la corrupción de los tiempos, en contra de la intención de los Cánones». Contrariamente al mito tonto de que la Iglesia apostató poco después de los apóstoles, los reformadores vieron las desviaciones de la Iglesia romana como «la corrupción de los tiempos», relativamente «nueva» en el gran esquema de las cosas. La respuesta a estas corrupciones, creían, era volver al consenso de fe y práctica de la Iglesia, no reinventar la Iglesia borrando más de un milenio de historia eclesiástica y construyendo su doctrina y práctica desde cero.

En contra del mito tonto de que la Iglesia apostató poco después de los apóstoles, los reformadores vieron las desviaciones de la Iglesia romana como «la corrupción de los tiempos», relativamente «nueva» en el gran esquema de las cosas.

El artículo XXII es un claro ejemplo de ello. La Iglesia Católica Romana había comenzado a administrar sólo el pan (es decir, no el vino) a los laicos en la Cena del Señor. La Confesión apela a la Escritura (1 Cor. 11:27) para mostrar que, en el tiempo de los apóstoles, «toda la congregación usaba ambas clases», y luego procede a mostrar que la práctica romana contemporánea era nueva y se alejaba de la verdadera Tradición:

Y este uso ha permanecido durante mucho tiempo en la Iglesia, sin que se sepa cuándo, o por la autoridad de quién, fue cambiado; aunque el cardenal Cusanos menciona el momento en que fue aprobado. Cipriano, en algunos lugares, atestigua que la sangre se entregaba al pueblo. Lo mismo atestigua Jerónimo, que dice: Los sacerdotes administran la Eucaristía, y distribuyen la sangre de Cristo al pueblo. En efecto, el Papa Gelasio manda que no se divida el Sacramento (dist. II., De Consecratione, cap. Comperimus). Sólo la costumbre, no tan antigua, lo dispone de otro modo. Pero es evidente que cualquier costumbre introducida en contra de los mandamientos de Dios no debe ser permitida, como atestiguan los Cánones (dist. III., cap. Veritate, y los capítulos siguientes). Pero esta costumbre ha sido recibida, no sólo contra la Escritura, sino también contra los antiguos Cánones y el ejemplo de la Iglesia.

El artículo XXIII adopta el mismo enfoque para el matrimonio de los sacerdotes, mostrando que la exigencia de Roma de que los clérigos sean célibes se aparta de «la Iglesia antigua» y de «la costumbre de la Iglesia». Cipriano es citado como una autoridad en esta materia.

El artículo XXIV «De la misa» es muy rica en Tradición. Condena a los obispos negligentes que «permitieron que muchas corrupciones se introdujeran en la Iglesia», y luego llama a la Iglesia a volver a la verdadera Tradición, citando a Ambrosio, Crisóstomo, «los Padres anteriores a Gregorio» y «las palabras del Canon Niceno». El Artículo concluye, «como la Misa con nosotros tiene el ejemplo de la Iglesia, tomado de la Escritura y de los Padres, estamos seguros de que no puede ser desaprobada.»

El artículo XXV establece igualmente la práctica protestante de la confesión sobre el testimonio de «los antiguos escritores», citando a Crisóstomo como ejemplo.

El artículo XXVI sobre «La distinción de los alimentos» se enfrenta a la preocupación de la Iglesia católica romana por las fiestas y ayunos especiales, de modo que «se creía que el cristianismo consistía enteramente en la observancia de ciertos días santos, ritos, ayunos y vestimentas». Las iglesias protestantes conservaron «muchas» de estas tradiciones con «t» minúscula, pero se negaron a enseñarlas «como un servicio necesario para merecer la gracia», ya que esto había oscurecido la «doctrina de la gracia y de la justicia de la fe», perturbando muchas conciencias. La Confesión defiende una vez más la práctica protestante apelando a la Escritura y a la Tradición (la práctica histórica de la Iglesia y su actitud hacia tales tradiciones): «Tal libertad en los ritos humanos no era desconocida por los Padres». Se citan como ejemplos Ireneo y el Papa Gregorio. Por cuarta vez, se cita a Agustín como autoridad: «Agustín también prohíbe que las conciencias de los hombres sean cargadas con tales observancias, y aconseja prudentemente a Januario que debe saber que deben ser observadas como cosas indiferentes; pues tales son sus palabras.»

Vientos de reforma soplaban mucho antes de Lutero, y la Iglesia siempre tuvo sus voces fieles.

En el último artículo, el XXVIII, sobre el «Poder Eclesiástico», la Confesión reprende a quienes han «confundido el poder de la Iglesia y el poder de la espada». En particular, «Estos errores han sido reprendidos hace mucho tiempo en la Iglesia por hombres doctos y piadosos». Los reformadores protestantes no fueron los primeros en enfrentarse a la corrupción; los vientos de reforma soplaban mucho antes de Lutero, y la Iglesia siempre tuvo sus voces fieles.

Nada contra la Iglesia Católica

La Confesión concluye: «Sólo se han contado aquellas cosas de las que hemos creído necesario hablar, para que se entienda que en la doctrina y en las ceremonias no se ha recibido nada por nuestra parte contra la Escritura o la Iglesia Católica. Pues es manifiesto que hemos tenido el más diligente cuidado de que ninguna doctrina nueva e impía se introduzca en nuestras iglesias.»

Los verdaderos protestantes tienen un alto concepto de la Iglesia y de la Tradición. Aquellos que ignoran la Tradición al interpretar las Escrituras no tienen una visión elevada de la Biblia; tienen una visión elevada de sí mismos. Para aquellos que quieran escuchar, los Reformadores siguen llamándonos ad fontes, a las fuentes: primero, a la Escritura, como nuestra fuente primaria y autoridad final; luego, a la Tradición, como guía fiel y autoridad derivada en cuestiones de fe y práctica.

Johnathan Arnold
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Johnathan Arnold es presidente y fundador de Holy Joys. Sirve como pastor de predicación y enseñanza en Newport, PA, donde vive con su esposa Alexandra y su hijo Adam. Puedes conectar con él en Twitter @jsarnold7.